"Donde viven los monstruos": miedos, emociones y el poder de la imaginación
Pocas historias logran quedarse en la memoria con la fuerza de Donde viven los monstruos, ese clásico de Maurice Sendak que parece simple, pero que esconde todo un universo emocional. En casa, fue uno de los primeros libros que leyeron a mi hija cuando empezó el cole, con apenas tres años. Al principio, le asustó un poco: esos monstruos peludos y enormes no se parecían a los animalitos simpáticos de otros cuentos. Pero pronto, la historia de Max se convirtió en una obsesión deliciosa. Tuvimos que leerla una y otra vez, como si sus páginas fueran una llave secreta a un mundo nuevo que necesitaba explorar una y otra vez.
Un viaje emocional de ida y vuelta
Max no es un niño perfecto. Hace travesuras, se enfada, responde mal... como cualquier niño. Pero en lugar de juzgarlo, el libro lo acompaña en su rabia y le ofrece una salida mágica: una jungla que crece en su habitación, un océano por el que navega, una isla donde lo coronan rey los monstruos salvajes. Esa fantasía no es evasión: es procesamiento emocional.
En psicología infantil, se habla mucho del "juego simbólico", ese en el que los niños representan, con muñecos o historias, lo que sienten o viven. Sendak hace eso en forma de cuento: Max no se escapa de sus emociones, sino que las vive en otro plano, más manejable. Y al final, cuando decide volver, ya no es el niño enfadado que se fue. Ha cambiado.
El miedo como puerta de entrada
Cuando mi hija escuchó por primera vez la historia, le impresionaron los monstruos. ¡Claro que sí! Son grandes, tienen dientes afilados, ojos enormes. Pero como tantos miedos infantiles, con repetición y familiaridad, se transformaron. Ya no eran terroríficos: eran sus amigos. Y Max, ese niño que primero parecía un travieso castigado, se convirtió en un héroe valiente y tierno.
En el libro El cerebro del niño (Siegel y Bryson), se explica cómo los cuentos pueden ayudar a los peques a integrar el cerebro emocional con el racional, a través de historias que les permiten nombrar lo que sienten. Max hace justo eso: nombra su rabia, su deseo de libertad, su soledad, su añoranza. Y eso, contado desde la fantasía, es más fácil de digerir para un niño de tres años que una charla seria sobre emociones.
Volver a casa, con la cena aún caliente
Una de las frases más potentes del libro es la última: “Y allí estaba su cena... todavía caliente.” Es un detalle mínimo, pero lleno de significado. La madre, aunque lo haya mandado a su habitación, no deja de cuidarlo. Max puede explorar, equivocarse, imaginar... pero sabe que puede volver. Que el amor está ahí, esperándolo. Y eso es lo que más reconforta.
Un cuento que crece con ellos
Desde entonces, Donde viven los monstruos ha sido un libro de referencia en casa. Lo que empezó como una historia de miedo, se volvió una especie de ritual de consuelo. A veces, mi hija lo mira sin pedir que lo lea. Solo pasa las páginas, observa, sonríe. Como si esas ilustraciones todavía guardaran secretos que solo ella puede descubrir.
Y tal vez es así. Los monstruos viven en nuestras emociones, en lo que no entendemos del todo. Pero también en nuestra capacidad de imaginar, de jugar, de volver a casa... con el corazón un poco más grande.